Marco Rodríguez del Camino
 

Decimos que los colores son cálidos y fríos, temperamentales, y siempre hemos tomado esto como invitación para que a través de ellos se exprese la emoción, lo más ciego y mudo en nosotros. Y entonces devienen en percepciones que permiten verse, que el cuerpo toma como su propia expresión. Se vuelven cuerpo a la luz, son como gradaciones de consciencia de una interioridad. Dentro de las artes plásticas y ya en sí mismos, por lo demás, los colores representan lo más puramente plástico.

Y este mismo efecto sensacional o abstracto, que en principio produce evidencias no figurativas todavía, causan los planos de la pintura. Por lo general, y al margen, la línea entra a su vez en juego conteniendo colores, o demarcando lugares, planos y formas. A ojos del espectador planos y colores, líneas y contornos se presentan con la misma espontaneidad de la lluvia o el brotar de la hierba: saltan simplemente a la vista desde lo invisible; el cómo hacer esto es la obra del artista.

Sin embargo, lo que llama nuestra atención en el trabajo de Luisa Richter no son las formas que da al magma de esas erupciones, es la manera cómo se demora, abre y nos señala los pasos de una reflexión en cada obra.

Vale recordar que Luisa empezó pintando cortes de tierra en Venezuela, colores e iluminaciones subterráneos (niveles del ver en lo más oscuro, venimos diciendo: pinturas, expresiones). Empezar por mostrar cortes de tierra es como explotar la mina de las artes plásticas: nos da vislumbres del tránsito de lo que se ve a lo que no se ve.

Y desde aquellos cortes hasta su trabajo más actual, nos plantea la tierra como espejo de lo que (nos) pasa; y al espacio entre uno y la tierra (entre la ceguera y el deslumbramiento) como seno de incubación del cual brota la obra. Los trasvases entre tales extremos están a cargo del distraído espectador por vía de enfrentarse a aquello que lo embaraza. Afirmándose en las correspondencias que él establezca, la artista le señala plásticamente el constante camino de la creación. El camino que hemos recorrido en común con todo cuanto existe, y en el cual, al seguir el mapa de cada una de sus obras, vamos descubriendo coincidencias con las huellas de las hierbas y de las estrellas.

Con colores, trazos y recortes construye piezas que hurgan raíces comunes y despiertan a la consciencia de esos vasos comunicantes, a partir de los cuales se trama el universo. Pero vale insistir en la simplicidad de algo tan complejo, porque la artista no remite a absolutos sino a los hilos que tejen las cosas individuales; no a trascendencias, sino a pasos concretos, claros y atemporales. A conexiones plásticas, esas que hace saltar a la vista; ellas son el fin que persigue siempre más allá. Demostraciones de una claridad que no se da por satisfecha.

Por cierto que, además de marcar el otro extremo de la ceguera, deslumbrar señala la dirección del recorrido: va hacia una ceguera de signo positivo sólo recuperable en la luz. Pues igual que cuando uno abandona el pueblo natal, regresar exige dar la vuelta al mundo, haber cumplido un ciclo, no podremos recuperar la ceguera sino después de verlo todo, de haber recorrido la entera esfera de la razón y la luz: de la distancia. Tal como describen los cuentos de hadas, en la aventura de vivir, dar marcha atrás equivale a regresión; mientras que llegar al bosque de los pájaros de luz y quedarse en él, por otra parte, olvidarse del terruño que espera, de su carencia de plumas de oro, sería igualmente un sinsentido. Es decir que la pasión es el impulso, la libertad (la posibilidad, dice Luisa) la meta.

Paleta a paleta, trazo a trazo, se acarrearon a la obra que hoy atendemos la tierra, el oro y el carbón; y a ella se incorporaron los restos de los naufragios propios y ajenos de la travesía, como todo espectador comprueba. Ahondar en esa mina del vivir, abrir a los ojos el lugar de la vida, desplegarlo en colores de luz es el extraordinario trabajo que hoy se nos muestra. Hecho evidentemente con las manos: en dibujos, collages, estampas y pinturas que a su vez funcionan plásticamente como habitaciones, grados, planos de comprensión.

Se dice por cierto, que el canto es la primera respuesta vocal, de la criatura humana, ante el entorno, y que comienza cada vez que a solas, o en grupo, uno se absorbe en un trabajo manual. Esto no es en principio bello, ni feo, no refiere ni a alegría ni a tristeza, pues hay cantos de agradecimiento y de queja, es un hecho simple de humanidad. Y es obvio que en tanto expresividad primordial, ese canto puede entenderse como la voz de todas las artes en general. Trata de lo que nos sale del pecho, nos abandona, al contacto con lo exterior. De eso que las artes nos devuelven formalmente dispuesto para la comprensión. En obras que han de ser transparentes, sin embargo, porque el canto cede y va desapareciendo con cada herramienta que se interponga entre el sujeto y su pasión.

Colocada al borde del blanco desde hace mucho (de las mil tonalidades de blanco que se suceden en sus cuadros), en ese extremo de la ceguera, trampolín donde el cuerpo y la pasión ya se pierden de vista, Luisa pinta óleos que cantan las correspondencias entre las ciencias y la poética. A un ritmo bidimensional -dice ella-, levanta frías composiciones formales, sólidos entrecruzamientos, y muestra lo que pasa afuera y adentro, nuestra consistencia. Como toda obra válida, es una trampa para atrapar profundidad en primer plano, para poner en danza espacio y tiempo.

Caracas, Venezuela
21 de Febrero del año 2001