Katherine Chacón

 

Un tema, las flores, es apenas un pretexto para que Diego Barboza nos acerque a dos importantes dimensiones de su trabajo. La primera de ellas se refiere al hecho mismo de pintar, acción que para el artista está primordialmente vinculada con lo propiamente pictórico, es decir, con el problema –o el gusto- de componer el cuadro. Esto, que pudiera parecer obvio, es un decisivo punto de partida para comprender el particular carácter de las obras que se hallan reunidas en esta exposición, en donde el tema de las flores tiene mucho del velado dramatismo que caracterizó a las vanitas. 

El espacio del cuadro sigue siendo uno de los problemas que obsesionan a Barboza, quien siempre busca desarticular la lógica del espacio real a partir del establecimiento de relaciones imposibles y absurdas entre los objetos representados y los planos pictóricos. Desde hace algunos años, sin embargo, este gesto casi picaresco viene sufriendo un vuelco dramático. Obras como Cayenas, Entre dos bosques o Selva interior, presentes en esta muestra, dan fe de ello. 

La mayoría de estas composiciones enfrentan el “ligero realismo” de los elementos florales a un fondo casi indefinible de “vigas”, que desvincula el espacio “tranquilamente burgués” de la composición floral de un entorno reconocible. Estas vigas –que provienen de la representación que hace el artista del techo de su taller, hecho de láminas estriadas- se cruzan para conformar un entramado que sirve de fondo a la composición y, a su vez, actúa como una antesala al vacío, al negro. Barboza utiliza este espacio absurdo para acentuar la atmósfera inquietante y tensa del cuadro: en algunas obras, trae este fondo al primer plano, en otras, coloca elementos “flotantes”, no asentados en el espacio de la composición para destacar la irrealidad de lo representado. 

Esto nos introduce en otra dimensión de la obra de Barboza: la nostalgia, el ámbito de los recuerdos y de la memoria. El pastel pareciera ser el material idóneo para estos trabajos, ya que el artista aplica los pigmentos con una intensidad inusual a la técnica, otorgando al cuadro una calidad aterciopelada y borrosa. 

Pero si bien este apego a imágenes del pasado ha sido constante en toda la producción de Diego, es interesante subrayar la tensión dramática que viene adquiriendo en sus últimos trabajos, gracias al tratamiento del espacio del cuadro, al uso del pastel, al oscurecimiento general de las tonalidades, y a la aplicación del negro como fondo que remite al vacío. 

En el caso que nos ocupa, las flores y los otros objetos –cestos, figurillas, frutas- involucrados en la "composición”, cobran una carga significativa asociada más que a la memoria, a la hondura que conlleva la conciencia de la futililidad de la existencia. 

Las flores, en su delicada y frágil belleza, en su colorido inocente y pasajero, son quizás los elementos de la naturaleza que más adecuadamente nos permitan reflexionar sobre lo que ahora es y mañana no será, el paso del tiempo y lo que éste se lleva consigo, la realidad inexorable del nacer y del morir. 

Caracas, Venezuela
Mayo 2001