Por Armando Álvarez Bravo
En los numerosos ensayos y aproximaciones críticas que a lo largo de los años he dedicado al maestro Manuel Carbonell, cuya reunión formaría un libro, siempre he exaltado dos características centrales de su quehacer que se conjugan y encarnan en obras excepcionales. Son, por una parte, su acabado conocimiento y refinado sentido de la anatomía y su capacidad de fusión sublimadora de ambos en razón absoluta de expresividad y, por otra parte, su monumentalidad. Esta es tan real en un significativo número de obras de gran envergadura física realizadas en décadas de fecunda labor, constante desafío creativo y una extraordinaria obstinación que le ha llevado a superar toda suerte de adversidades para él crear es la más poderosa razón para vivir, como inherente a cualquiera de las esculturas de su copiosa producción.
La monumentalidad, es esencial subrayarlo, no es y nunca puede ser exceso. Llevar cualquier cosa más allá de sus dimensiones reales no la exalta ni le otorga la categoría de lo excepcional. De hecho, ese desdibujo volumétrico puede desvirtuar el sentido y esencia de lo que busca magnificar. La escultura es confluencia de anatomía y forma. En su labor escultórica, el maestro Carbonell lleva la anatomía a supeditarse a la destilación de la forma. Este es un proceso que formalmente tiene la precisión de la mecánica estelar. Su definición es lo que permite al artista el hacer que su escultura encarne con la poderosa evidencia y gravitación de la monumentalidad o que, en dimensiones menores, sea un latido en que alienta constante la potencial monumentalidad.
El registro temático de la obra de esta figura mayor de la escultura cubana y latinoamericana, que desconoce la diferencia entre el arte clásico y el moderno, ocupa un espectro en que reconocemos temas dominantes: el indio, la maternidad, los amantes, el cuerpo humano, la danza, los animales, la naturaleza, la historia y sus protagonistas y lo religioso. Absolutamente todos esos aspectos han sido explorados y plasmados por Carbonell y han alcanzado su expresión definitiva en obras monumentales.
Se puede establecer el inicio cronológico de la monumentalidad en la obra de Carbonell en 1954, cuando obtuvo el primer premio de la Bienal Hispano-Americana de Arte, celebrada en Barcelona. La obra galardonada fue “El fin de una raza”. Esa pieza, que se ocupaba de la extinción del indio cubano, fue anuncio y anticipación de una de las constantes temáticas del quehacer del escultor que, ya exiliado en Miami, acometería una serie de esculturas monumentales sobre los indios tequestas. Una de las más significativas expresiones de esa senda de su creación es el excepcional conjunto escultórico del puente de Brickell Avenue, en que figura “Familia tequesta”, que combina el discurso histórico y la naturaleza, buscando establecer una identidad tanto cultural como geográfica. De igual suerte en ese espíritu: “El centinela del río”, en Brickell Key. Es relevante precisar que en estas obras al igual que en esculturas monumentales ejecutadas años antes, como “Madonna de Fátima”, en New Jersey; “El águila del Bicentenario”, en Washington; y “José Martí”, en Key West, entre otras, en que la concepción y estética de la obra tienen un esencial sentido narrativo, el artista muestra un apego a una depurada ejecución figurativa.
Un recorrido por la producción que, simultáneamente a su línea figurativa, ha realizado el escultor, nos muestra la incalculable capacidad del maestro Carbonell para llevar a la forma a los máximos de suprema estilización que le fascinan, sin que por ello merme o se desvirtué la esencial identidad de la imagen plasmada. En las esculturas de estos últimos tiempos que se inscriben en este orden inscrito en los signos de la monumentalidad, el creador alcanza dar a la figuración, el espejismo y la impronta abstracta. Lo logra al resaltar las esencias inherentes a la figura o tema acometido. Ejemplos definitivos de esa cristalización de decantación y pureza de líneas, intensidad y una confluencia de fuerza y delicadeza, son obras como “Couple in Love”, “Family Love”, “Lovers” y “Torso”.
La final elegancia, refinamiento y belleza que imprime este gran artista a sus esculturas son producto de varios factores. En primer término, de su pasión por el dibujo y de la importancia que le adjudica como absoluto fundamento de cada obra. Por otra parte, su constante estudio y profundo conocimiento directo de la historia del arte le ha servido para establecer en la andadura de los años, una firma de estilo que se incorpora al caudal del arte universal y lo enriquece. De extrema relevancia, su decantación de la anatomía. Esta determina en sus piezas más libérrimas que, al devenir arquitectura esencial de la forma desde una condición que podemos designar como diamantina, plasme desde el despojamiento, una exaltación de lo esencial y arquetípico de la criatura.
Algo que define de manera singular a la escultura del maestro Carbonell y que frecuentemente, cuando se considera la monumentalidad de cualquier obra se ignora o pasa por alto, es la capacidad mágica que logra establecer el artista entre la pieza y el observador. Ese vínculo es producto, más allá de lo imponente del tamaño y la belleza y la perfección de la obra, de la inmensa sensibilidad del creador para captar, interpretar y plasmar estados de ánimo, sentimientos y pasiones con una arrasadora sensibilidad y autenticidad.
En la obra monumental de este grande se resume y exalta en un tiempo en que la creación padece en mucho, entre tantas otras cosas, el haber olvidado y despreciado su esencia, razón, proyección, destino, valores y, tanto, el deber y los dones del oficio ese estandarte de la maestría que aduna fraguando desde la intimidad de la grandeza, la grandeza de la intimidad lo esencial de la belleza y su más. La monumentalidad del maestro Carbonell es la misma monumentalidad del tiempo que es materia de sus bronces y es la más definitiva celebración de la fuerza, el movimiento, la fijeza, la delicadeza, el éxtasis y el latido mismo de la existencia.