Luis Arocha Mariño
 

Debo confesar que luego de ver las obras que en esta oportunidad nos presenta el maestro Asdrúbal Colmenares, y gracias a la invitación que me hiciese Tomás Kepets para referirme al tema del erotismo, experimenté un sentimiento de devolverme a echar otra mirada más atenta, que no pude contener. Una sensación de haber sido tocado por la historia del arte en su integridad, como suele ocurrirme con toda su obra, toque al alma que en esta oportunidad conecté, no sólo con el carácter estético en sí, sino porque experimenté la inquietud que el tema-excusa produce en el alma humana y que Tomás había insinuado. Me refiero, por supuesto al erotismo y su relación con la vida, expresión del seguro natural con que la Madre Mayor garantiza “la terquedad de la naturaleza”, como lo señala el investigador Steven Pinker.

Nunca ha dejado de despertar mi curiosidad el hecho de que una gran cantidad de artistas, en la medida en que avanzan en edad y madurez plástica, incrementan ineludiblemente el interés y la expresión por el fenómeno de lo erótico. Ciertas tendencias explicativas sostienen que con el declive de la madurez deviene menos interés en lo libidinoso carnal. Sin embargo, las experiencias indican lo contrario, el interés y atractivo por lo voluptuoso, y la pasión lejos de mermar, se va incrementando en la mente del humano maduro y si ocurren ciertas circunstancias favorables se puede llegar a disfrutar plenamente.

Porque entiendo que allí hay una clave importante para entender esa actitud contradictoria que solemos encontrar en el mundo occidental: El efecto de censura que hunde raíces en cierta tradición de orden religioso y moral. Esa actitud doble frente al sexo, donde por una parte lo aceptamos como chispa importante para la vida plena, y por la otra, nos avergonzamos o criticamos cuando se debate o expresa públicamente, y que se mantiene a pesar de los movimientos por rescatar el valor de un sexo alegre y compenetrado con nuestra cotidianidad. Quizá fue San Agustín de Hipona quien con más severidad planteó la necesidad del control total sobre la vida sexual, con lo cual provocó que la iglesia católica se convirtiese en paladín moral del recato y la privacidad última en materia sexual.

Boticelli, Miguel Ángel, entre tantos artistas tuvieron que arreglárselas para poder mostrar la desnudez humana sin pasar por las prohibiciones que en dicha materia ejerció –y ejerce- la religión católica al respecto. Sus obras, marcadas por una discreta manifestación de las “áreas pudendas“lo testifican. Aún recuerdo cierto sacerdote, profesor del ya lejano bachillerato, tapando las zonas sexuales de los modelos anatómicos que utilizaba. En el mundo occidental esta actitud de relación ambigua con lo sexual también se refleja en el uso del lenguaje: establecemos distinciones categóricas entre sensualidad, erotismo y pornografía, como muestra de la preocupación al hablar de un tema engorroso y de cómo debe ser abordado. Las advertencias de la ley de medios nuestra también reflejan esta versión de la moralidad al clasificar los programas en tres grandes ámbitos de turbación: lenguaje, sexo y violencia. Con lo cual podemos sospechar que equipara el sexo a la violencia! Dos temas totalmente diferentes y con funciones contrarias: la una es la manera en que nos fortalecemos y damos vida, la otra su destrucción.

Indudablemente que los riesgos asociados al encuentro sexual y la magnitud de las respuestas, particularmente del varón, luego de experimentar el orgasmo, han contribuido a la creación del mito de lo sexual como prohibido, limitante, maligno… Embarazos indeseados, enfermedades venéreas, trastornos emocionales y cambios de actitud frente a las responsabilidades, así como las consecuencias del “vicio solitario”, como desgano, pérdida de energía vital, etc. sólo sirven para robustecer la necesidad de que la vida sexual deba ser controlada y administrada como si se tratase de un recurso no renovable. Incluso, hace pocos años, leímos una noticia donde se afirmaba que investigadores franceses habían encontrado que el número de orgasmos posibles en el varón estaba limitado a 3.000! Vaya, vaya… será por aquellos lares. Es harto conocido que todo cuanto hagamos tiene sus riesgos y seguridades, incluyendo por supuesto lo pertinente a lo erótico y es aquí donde conviene una reflexión de donde están los límites de nuestro actuar frente a lo libidinal.

Aunque se han hecho innumerables esfuerzos por equiparar la educación sexual al resto de la enseñanza oficial, dos señales poderosas indican que todavía andamos lejos de un trato apacible y sincero en lo relativo a lo erótico. La presencia abundante de chistes que aluden a ésta condición refleja lo inquietante que resulta compartir el asunto, y el hecho de que la mayoría de las escuelas y familias al abordarlo, o bien le dan un tratamiento aséptico (las célebres abejitas y semillitas) o dejan de lado lo más disipado del encuentro sexual: Se trata de una gozadera!. Quizá el temor a desbocarse en materia de las consecuencias de la atracción carnal sigue siendo muy amenazante para la cultura occidental.

Baste recordar las célebres palabras de Marcel Proust ante el primer amor con fuerte carga concupiscente: “El amor es una mala suerte como la de los cuentos, contra la cual no puede hacerse nada mientras dure el encantamiento” (En: “En busca del tiempo perdido. Por los caminos de Swan”). Todos conocemos de los violentos y desconcertantes comportamientos cuando nos erotizamos en una relación. Muchas veces recuerda el frenesí con que los elefantes arremeten contra todo lo que está a su paso. Cada uno de nosotros tiene al menos una historia en la familia, el vecindario, el trabajo… y en la propia vida. Estos hechos seguramente contribuyeron a la creación del mito de lo peligroso y prohibido que resulta abordar el tema de lo pasional ligado a lo genital.

Como suele suceder en todo el acontecer humano, a muchos artistas tampoco se les ha escapado responder con irreverencia ante tales reservas morales: Picasso con sus dibujos eróticos o Schiele (pienso en este momento en “la hostia roja”, donde Egon se muestra con un enorme pene rojo, acariciado por una dama que lo acompaña), ejemplos de “ irreverentes “ que simplemente provocan a los “moralistas” que compraron las versiones ecuménicas del rol del erotismo en nuestra cotidianidad, sin autocrítica y consideración real del alcance y posibles consecuencias de una expresión plástica del tema. Y si como señala L. Wittgenstein, “el mundo es del tamaño de mi lenguaje”, acá se rozan los términos erótico y pornográfico, que serán usados dependiendo de la licencia que el interesado le quiera otorgar al artista.

Después de todo y con el paso del tiempo hemos ampliado el espectro de observación, análisis y crítica de la evolución humana y no deja de sorprender cómo la cultura local genera las realidades que compartimos. De tal suerte que en pleno siglo XXI, aún somos descubiertos en la ambigüedad frente al fenómeno del modo particularmente provocativo de reproducción de la especie: Por ejemplo, cuando miramos y charlamos sobre Tantrismo, religión de las más antiguas en el mundo, conmueven las caras de sorpresa, asco o desconcierto cuando se explica para facilitar la comprensión de los escuchas, que el equivalente a la comunión católica es la relación sexual y el disfrute pleno y llevado al extremo del soporte excitativo del orgasmo femenino, como garantía de la admiración, veneración y adoración de dios o sus equivalentes.

O cuando se narra que acudir a un templo tántrico es contemplar esculturas y bajo relieves con diferentes posiciones o experiencias sexuales en grupo, ocupando el lugar que en las iglesias católicas está reservado a las representaciones de santos inocentes, asépticos y ASEXUADOS!
Impresiona desconcertadamente a los neófitos, cuando mostramos fotos de un varón utilizando su boca, manos y pies simultáneamente en las correspondientes cinco vaginas pertenecientes a sendas mujeres gozosas y dejadas llevar por un placer extremo y elevado, pues se trata de un rito religioso-porno-erótico sin ambages ni contradicciones. En este marco de consideraciones y volviendo nuestra mirada a los cuadros de Asdrúbal Colmenares, se nos hace un placer encontrar a este gigante de la plástica venezolana, a quien hemos visto construir en años anteriores una simbología pictórica signada por un juego sistémico de la evolución de las técnicas del arte, mostrada en diferentes excusas: líneas geométricas, barcos, la selva del lenguaje, carros, la cotidianidad de las calles de París, New York, Caracas… ahora en esta faceta seductora donde el gran maestro del arte venezolano no soslaya el centro mismo de nuestras posibilidades de existencia:
Ese atractivo atávico que nos impele a tomar nuestros cuerpos como el centro mismo del acontecer en la vida. Después de todo es la forma expedita para el mayor gozo, y la posibilidad de creación del núcleo fundamental, la familia y los hijos, para continuar la aventura que iniciamos hace algo más de 40.000 años en las lejanas estepas africanas y que no hemos detenido hasta el día de hoy, y que seguramente seguiremos expandiendo “hasta que San Juan agache el dedo”: La transformación de la naturaleza a nuestra imagen y semejanza, pues precisamente gracias a la existencia del impulso libidinal y la necesidad de expresarlo, tal aventura es posible.

Caracas, Venezuela
Abril del año 2008