Por: Roldán Esteva-Grillet
Tomado de. Diario Tal Cual del 17-09-2011

Según Diego Rísquez, ahora resulta que Reverón era tan de avanzada que hasta un radio de transistores ya tenía, antes de su invención, gracias a una mulata de fuego analfabeta, de nombre dudoso, no sabemos si era Juanita o Marisela, la misma escapada de Doña Bárbara y alumna del civilizador Santos Luzardo, ahora en las vestes de nuestro Robinson Crusoe litoralense. La infantil concurrencia de un radio donde no existía electricidad, sin música ni anuncios publicitarios, perifoneado puntualmente una cronología elemental, es para que el espectador se ubique en el tiempo y constante que un pintor tan alejado de la realidad era un solapado que antigomesista que estalla de alegría cuando se muere El Bagre. Al artista que, perteneció a una generación de pintores dedicada a profesionalizarse a través del mercado y no de la encomienda oficial, ni le iba ni le venia quien estuviera en el poder; pero cierto correctismo político obliga a lavarlo de la sospecha de no estar a favor de la democracia, cuando lo único que le importaba era su pintura.

De cineasta de marras, entre las dos opciones que ofrece la crítica y la historia del arte: la apolínea, trazada por Alfredo Boulton, Carlos Silva, Juan Carlos Palenzuela y otros; la dionisíaca elaborada por algunos escritores como Guillermo Meneses, Juan Liscano, Carlos Contramaestre o Juan Calzadilla se transa por la más acorde con la propia filmografía, por lo menos aquella anterior a su caída en los discursos patrioteros de Manuelita Sáenz y de Miranda. En efecto, rescata su lenguaje de Tableaux Vivants, su ausencia de diálogos (solo al inicio), sus escenografías barrocas y tropicalizadas, su animal emblema (la guacamaya), su identidad venezolanista a base de indianismo y negritud, ahora de tanto reclamo, y la inclusión de sus amigos en la troupe. Pero, a semejanza de sus tropelías patrioteras, acude en su auxilio un escritor lineal de guionista, quien ha puesto su esfuerzo en crear un personaje solo existente en las páginas de diarios amarillistas, en la chismografía de la burguesía de la época y el imaginario más elemental y balurdo.

Un autor de la inteligencia perspicacia como al cubano Alejo Carpentier advirtió, con sobrada razón –por sus condiciones de critico de arte además de escritor-, que no había que dar ninguna importancia a las payasadas de Reveron, si no a su pintura, su verdadera transcendencia.

Es cierto que Reveron exploto su propia condición histriónica, como asiduo en España al cine mudo y al teatro, a fin de hacerse el interesante, el extraño, el salvaje, el ermitaño pero ante los incrédulos turistas a quienes lograba engatusar y se llevaban un cuadro como si lo hubiesen adquirido del mismo Van Gogh o Gauguin: un primitivo del trópico, pero ante su colega y amigo Manuel Cabré o a su mecenas Alfredo Boulton y otras personas de su respeto y confianza, sabia mantenerse en sus cabales. Solo que la esquizofrenia, a veces, lo traiciono y la locura era patética, nada graciosa. En esos momentos, no se reconocía pintor y, como saben muy bien los siquiatras, solo en la medida en que volvería a su conciencia artística, con pequeñas muestras de su talento, podría considerarse iniciada su recuperación. Recién llegado de España, llamo la atención por una locuacidad llena de incoherencias, donde mezclaba a Goya, las corridas de toros, el teatro, todo en uno´. Sin duda, el encuentro con la cultura del viejo mundo le revelo lo ayuno que andaba, pero de ahí a presentado como alguien imbuido de rituales inventados que solo acaba delante de una cámara fotográfica, como si fuera un integrado autentico a las culturas primitivas, no hace sino parte del circo, ahora fílmico.

No será el primero ni el último intento por apresar el misterio reveronario, pero positivamente es el primero que intenta convertirlo en un producto típico des mestizaje tropical, con sus tambores, sus monos, sus guacamayas, sus arrebato autoeróticos y sus mulatas sensuales. En esta ambientación tan de estereotipos, empalagarse con un personaje histriónico, que gusto de la sobre actuación y cuya única devoción fue la pintura, es poco menos que rozar el misterio. Obediente el autor a la visión erotizada de Liscano, lo pone a fabricar sus muñecas para dos fines: evitarle celos a su Juanita-Marisela, y refocilarse sexualmente en ellas, cuando lo cierto es que las muñecas fueron ocurrencia de Juanita-si alguna tuvo en su vida de cachifa respetuosa de su patrón-, porque a las jóvenes del vecindario ya les daba miedo posar por el solo aspecto del desaliño del pintor, un hombre viejo y poco amable, Reveron solo interviene en el maquillaje y en la nominación de estas. También resulta rebuscando el presentar a Reveron como quien dice fabricarse sus propios cachivaches para jugar a la ficción. Por deformación académica, Reverón era incapaz de pintar con la sola imaginación: debía tener presente el objeto frente a sus ojos, y al no tener lo necesario para una determinada composición escenográfica, se procuraba una utilería ad hoc, que hoy la museografía pretende hacer pasar por objetos artísticos y poéticos.

El actor escogido no podía ser otro, pues Sciamanna cuenta con una versatilidad escasa en nuestro medio, tanto en lo cómico como en lo dramático; y la Monterola no se queda atrás aunque sea una revelación, pues sabe dar la nota fresca como la compungida. Claro que aquí, ni el uno ni el otro son responsables de su inverosimilitud. ¿Reveron levantándole la voz a su mecenas y echándolo groseramente de su rancho? ¿Juanita-Marisela haciendo el papel de la Virgen María ante los solicitantes de favores de su Dios? Por su puesto, uno como historiador y crítico de arte, no puede aspirar a que esta ficción fílmica calce con sus expectativas. El cine, como todo arte, se toma sus libertades, más cuando en este caso algunas escenas están más apegadas a simbolismo que a la discreción o narración de un hecho. De haber seguido su primera filmografía, según el modelo del mexicano Claude Lelouch (Frida, Barroco) y no ponerse a competir con el cine de largometraje de corte narrativo, algo que definitivamente no se le da, hoy tendríamos a un autor en la plenitud de la palabra.

Si desaparecieran todas las evidencias, materiales y espirituales, referidas al personaje y su obra y nos quedara este film como único testimonio, los futuros espectadores, se quedaran con la imagen de un artista muy mediocre (a juzgar por las burdas telas que pinta en escena) y, para colmo, payaso, a ratos divertido pero también hostigante, a quien una burguesía caricaturizada (en particular, las mujeres), adula y rinde pleitesía. Un empobrecimiento total de Reveron y de su obra.