Louis Poitevin

El Emperio del Gesto

Huellas y caminos
El cosmos, al principio, es un sueño de los dioses, quienes son un sueño de los hombres. El cosmos también es el fruto de un gesto inevitable en el centro del cual tiembla, figura secreta e impensada en su potencia misma, una duda insuperable. Los héroes quisieran hacer como si no existiera, otros quisieran inscribirla en la trama de lo real como preámbulo de un protocolo informulable. Este gesto es la desdicha del mundo, pero sin él no habría mundo y también es su felicidad. El gesto es un imperio, el emperio del cuerpo sobre los pensamientos del cuerpo. Por lo menos es lo que se imagina. También se podría ver en éste el imperio de los pensamientos del cuerpo sobre el cuerpo. El gesto es ese signo hacia el otro que supone la existencia del otro para existir y no obstante inventa al otro en el propio instante en que se desarrolla.

El pintor es el heredero de este misterio, lo prolonga continuando su propagación, lo propaga continuando su cumplimiento. No sabe lo que hace sino que desgarra la evidencia para devolverla al sueño e intenta a la vez abolir lo que acaba de hacer para devolverlo a lo que era antes de que hubiera el desgarramiento. Luis Alberto Hernández ha elegido mantenerse lo más cerca posible del misterio de este gesto.

La huella se nos escapa. En ella, se reúnen involuntariamente las pruebas de un haber sido. Alguien, algo, un sueño, un fantasma, una sombra, pasó por allá. Volteándose hacia atrás, la mirada, retrospectiva por definición dado que busca huellas, inventa la huella cuando la descubre y la metamorfosea así en camino. Allí empieza la peregrinación del hombre. Ya no puede encontrar huellas sin pasar por caminos, ya sólo puede perderse sobre los caminos que inventó pensando así no perder la huella.

El laberinto es este cruce de caminos vuelto idea, imagen, símbolo. El símbolo es el crecimiento de una imagen fertilizada por una idea hasta volverlas inconciliables. El laberinto es esta tentación de responder a lo inconciliable que lo carga, lo fertiliza, lo vacía en su corazón. El laberinto es el momento cuando algo que se pensaba oír o ver, que se pensaba que nos hablaba, por no tener nada que decirnos, se hunde en el silencio, se precipita en el revés, se pierde en el enredo de la borradura de las huellas.

Nadie acepta esta idea de que el cosmos sea mudo de toda eternidad. ¿No será que existen tantas pruebas de lo contrario, tantas huellas precisamente? Pero desaparecieron en el camino que nos tenía que llevar hacia ellas o se perdieron bajo la acumulación de otras huellas que, al depositarse, las borraron. Los hombres ya sólo existen por un terrible frenesí multiplicador que no controlan, que no quieren parar. Parecen incapaces, aunque sea por un breve momento, de suspenderlo. Han perdido sobre su camino, las huellas que les hubieran, quizás, permitido hallarse.

Ambivalencia del signo
A su manera, con más o menos amplitud, cada pintor, cada artista, vuelve a actuar los grandes momentos de la creación porque está llevado por los mitos. Bajo su influencia ensaya menos a la traducción de los signos que al gesto insuperable de los inicios. Sin embargo, este gesto es ambivalente por ser a la vez una inscripción y una borradura. Pero es ambiguo porque lo que inscribe no es ni una imagen ni un símbolo, ni nada concreto. Si es un signo, uno no se pregunta entonces de qué es el signo sino hacia donde se encamina. Inclusive como signo, también es ambiguo, porque no es un signo de algo ni un signo para alguien.

Es hacia esta dimensión del signo relacionado al poder del mito, es decir, del signo que pudiera no tener significación que se dirige la pintura de Luis Alberto Hernández. Ella se alza contra el curso del tiempo y se tiende hacia algo que quizás no existe. El signo, sin duda, es como gesto originario, lo impensable mismo.

Biombos
No se puede volver a hacer la historia de los hombres, pero sin duda se puede intentar "desescribirla". No se necesita necesariamente volver a remontar el curso del tiempo para llevarla a uno de estos puntos donde se bifurcan los caminos hacia una de esas anfractuosidades detrás de la cual una gruta espera al caminante solitario. Sobre las paredes de la gruta, por ejemplo, podrían haber signos, y también cosas representadas, cuerpos, animales, hombres, objetos, manos. Así que esta gruta podría perfectamente ser un museo, una biblioteca, o quién sabe, un garaje, o igualmente una sala en una vivienda burguesa. ¡Poco importa! Basta con calzarse los zapatos al revés y ponerse a caminar sosegadamente. Entonces el tiempo se invierte solo. De hecho, solo nos toca poner cuidado en las bifurcaciones. Y aquí precisamente es donde se plantea el desafío. Una bifurcación no es necesariamente un lugar en el espacio, también puede ser un espacio dentro del espacio, como sólo los artistas los saben crear. ¿Qué es un espacio dentro del espacio? Por ejemplo que tal objeto pintado sobre una tela constituye el plano de su representación que no es otro que él de la mesa donde reposa, o del tapete sobre el cual está la mesa, o del espejo que refleja otra cosa distinta. El universo de los hombres esta constituido de hojas superpuestas, deslizándose las unas sobre las otras como biombos. Si uno se desplaza, otro que ya estaba allá, justo al lado, lo reemplaza de toda eternidad, otro que quizás ya se había percatado o no, o quizás es todavía otro más que no se sabe cuando llegó, pero ya ha desaparecido, otro lo reemplaza.

De la huella al signo, del signo al símbolo y regreso
Lo que así se desliza no son sólo los biombos, sino también los signos que los cubren. Estos signos se distribuyen finalmente en dos categorías, los signos que son portadores de significado y los que no ó ya no. Es una cuestión de poder lo que establece esta diferencia. Los signos son testigos o huellas, mientras los símbolos tienen una especie de poder propio. Obviamente, los signos manifiestan su poder cuando significan. Los símbolos, en cambio, arrastran en su aventura a los que pretenden controlarlos. Pero también es alto el riesgo de ser arrastrado por los signos y sus laberintos de significaciones hacia un punto sin regreso, donde las significaciones se pierden y donde el poder del símbolo ya no es asequible.

Luis Alberto Hernández, consciente de esta doble trampa ha escogido liberarse de eso de manera sorprendente. Pintor, no deja aparecer en sus telas ninguna figura que se parezca a un objeto o a un cuerpo. Es que ha escogido alejarse del espejismo que son las imágenes para los que las creen inocentes. O más exactamente, tomando sólo los signos y los símbolos como vectores de su arte, Hernández nos dice que las imágenes también son signos y símbolos, y en todos los casos, ecos de poderes invisibles y poderes por sí mismas. En el signo, el gesto está cerca de la huella y en el símbolo la huella esta cerca de la imagen. Así, desplaza delicadamente la pregunta que se plantea ya a nivel de la tensión entre el gesto y la forma más que entre lo representado, o el significado y el sentido. Al final, tuvo que andar un paso más allá, el de trabajar a partir de signos vaciados de su significación y de símbolos de apariencia equivoca. Como si tratara de mantener la tensión entre lo ambivalente y lo ambiguo en su punto más intenso, para evitar la necesidad de decidir. Es que los signos vaciados de su significación no pierden su poder evocativo. Tienden a volverse imágenes. Y los símbolos, multiplicados y confrontados a sus límites se ponen a irradiar como tales, en parte independientemente de sus significaciones. Además, están confrontados a los signos como a parientes enemigos y, para Luis Alberto Hernández, este conflicto está en el centro de su obra.

Autonomía
Hay que tomar como punto de partida esta constatación, que los signos y los símbolos utilizados por Hernández son de hecho lo que sobra de un largo proceso de desacralización. Los toma por lo que son, residuos de una memoria desaparecida. Pero a la vez, él sabe, porque lo experimentó, que estos signos son portadores de un poder mágico-religioso. Está contradicción es el corazón latiendo de la obra de Luis Alberto Hernández.

Recuerda a la narración proveniente de la tradición hasídica contada por Roberto Juarroz al principio de Poesía y realidad. Para alejar una amenaza contra su pueblo el gran rabino "solía ir a concentrar su espíritu en cierto lugar del bosque; allá, prendía un fuego, recitaba cierta oración y se cumplía el milagro: el peligro se alejaba". Algunas generaciones más tarde el rabino encargado de alejar la amenaza "hablaba a Dios en estos términos: ´No puedo prender el fuego, no conozco la oración, ni siquiera puedo encontrar donde está la leña. Lo único que puedo hacer es contar esta historia. Debe de bastar´. Y bastaba. Dios creó al hombre porque le gustaban los cuentos".

Los signos y los símbolos utilizados por Luis Alberto Hernández parecen la historia que cuenta a su Dios este rabino, están como vaciados de su significación primera, y no obstante, planteados de manera independiente de su sentido, guardan su eficacia.

Por lo tanto esta autonomía de los signos y de los símbolos no es, como se podría pensar, la prueba de que una pérdida general del sentido afectaría el mundo pero sí la señal de que una transformación, una mutación está en camino. Estar atento a esa transformación es lo que ha escogido Luis Alberto Hernández, porque el campo de lo mágico-religioso es y sigue siendo un campo privilegiado para el que quiere intentar percibir lo que agita al mundo, lo que se trama en el universo, lo que no deja de transformar la vida de los hombres en un destino.

Pintar
Así que pintar, para Luis Alberto Hernández, es tomar a cargo a la vez la desacralización del mundo y la imposibilidad que tiene de no poder dejar lo sagrado. Ninguna obra humana puede ahorrarse la confrontación con lo que constituye la más intensa experiencia humana, la de la aprehensión, cualquiera sea su forma, de la existencia de otros estratos de lo real que nos ofrece lo que llamamos realidad. "En otras palabras: parece haber en lo más recóndito de lo real, una solicitud de narración, de iluminación, de visión y quizás también de argumento a la cual los hombres deben responder, aunque haya o no otro sentido". Roberto Juarroz nos señala este punto nodal ineludible en el cuál están reunidas las dudas y las creencias, todo lo que trata de la ambigüedad y de la ambivalencia. Aunque la vida pueda carecer de sentido, lo que bien puede ser el caso, es imposible para el hombre no plantearse está pregunta por el hecho de ser la muestra de la posibilidad de que existan otras realidades.

Acercarse al núcleo, a este punto central de donde todo parece surgir, hacia donde todo parece tener que volver, intentar navegar alrededor de este punto oscuro, de este hueco negro que está en cada vida en el antes y el después y que no cesa de vibrar en ella mientras permanece, esta es la ambición de Luis Alberto Hernández.

Pintar, es plantearse esta pregunta que, para él, toma la forma de una representación sin concesión del conflicto íntimo por el cual se revela delante de nuestros ojos la fragilidad primera de nuestras certidumbres, el conflicto que se disputa entre signos y símbolos, entre posibilidad de la imagen que revela y posibilidad de la palabra que se enuncia. Entre estas dos posibilidades se nos puede manifestar la verdad pero también son maneras de ocultar que Hernández ha establecido en su pintura, a riesgo de verla comprimida por las potencias conjugadas de la opacidad del símbolo y el carácter inaccesible del signo.

La Apuesta de lo Sagrado El laberinto y la letra
Es posible y necesario ver las obras de Luis Alberto Hernández bajo otro ángulo. Donde se detectaban signos y símbolos, también se pueden ver letras y laberintos. En efecto, estamos en un universo que plantea el problema de lo sagrado y no en un universo que intenta promover alguna forma u otra de religión. Hernández ha entendido por supuesto el lazo absoluto que existe entre los signos y los símbolos. No todos se equivalen, pero de cierta forma todos se valen, en particular en los tiempos cuando la religión ha tomado la forma de una ideología que deja la cuestión de lo sagrado a la entrada de sus lugares de culto. Así que no es nada extraño que sean más bien los artistas quienes se encarguen de esta pregunta esencial, la de la posibilidad de otra vida dentro de esta vida, o después, aquí o en otra parte. Pero el solo hecho de hacer la pregunta de esta forma, lo sabemos, asusta a los partidarios oficiales de la fe, cualquier fe, porque lo ven como la gran puerta abierta a la cuestión de sus dogmas. Ahora bien, lo sagrado es sólo la cuestión de los hombres frente a la duda fundamental que atraviesa sus existencias, como especie y como individuos. La letra, ya sabemos, reúne en ella todo lo que hace el lenguaje, la posibilidad de contar todavía más que la de nombrar. Además es en estas dos funciones que aparece en las obras de Luis Alberto Hernández. Multiplicada al infinito, invade los lienzos, dibujando así un texto en el que lo más importante no es el sentido sino el hecho de su presencia exhibiendo su poder desnudo. La letra nos recuerda aquí que contar una historia es tan esencial para el hombre como lo de contemplar imágenes, quizás todavía más, porque el mundo de cierta forma ya es una imagen. Cuando se impone sola en el centro del lienzo se convierte en presencia y enigma. Como presencia, es el nombre que encarna, o más bien la posibilidad del nombre como poder. Es un poder humano por excelencia, el de nombrar, pero también es la presencia posible de lo divino que se significa aquí, su presencia por la letra, forma sintética y simbólica de su nombre.

El laberinto se tiene que entender a la vez como forma y como principio. Hay muchas obras de Hernández en las cuales la representación de un laberinto es visible. Pero lo que sorprende es que de cierta manera todas las formas que ocupan el lugar central en los cuadros de Hernández son lo que se podrían llamar laberintos. El laberinto, aquí, actúa como principio general teniendo una función doble, la de revelar la existencia del riesgo de perderse, riesgo inherente a todo enfrentamiento con el asunto de lo sagrado, y lo de cubrir el origen de la duda, este hueco de noche, este abismo de la mirada que atormenta hasta las conciencias más puras.

Como en todos los elementos que aparecen en las telas de Luis Alberto Hernández, el laberinto adquiere su poder evocativo sólo por su función en el espacio del lienzo y no hay nada en los cuadros que no pertenezca a estos dos estratos. En eso radica la complejidad de esta obra.

Sagrado y religioso
Es necesario proponer una distinción entre estos dos términos cuando se penetra en el universo de Hernández. En efecto, si bien él es heredero de un país con tradiciones múltiples y entrelazadas, también es el testigo de su época. Ha visto la realización del anuncio que el siglo XIX había lanzado al siglo que le iba a suceder. La muerte de Dios, lo sabemos, no ha dejado de causar estragos. Así, todo lo que depende de la religión se ha dejado encerrar en las redes de la ideología y lo que depende de lo sagrado se ha encontrado de alguna forma sin iglesia. Ya no había nada sagrado, pero a la vez todo podía de nuevo volver a serlo. En ninguna parte, o puede estar en todas partes, pero particularmente donde no se espera, en esta zona impalpable, entre los sueños de otra vida y los de una vida otra, entre los estorbos de la rabia frente a la pequeñez y los sobresaltos del pavor frente a lo inconmensurable. Así que son individuos a menudo "sin religión" los que se encuentran encargados de lo sagrado, porque los oficiantes de las religiones establecidas, todos sin excepción, tienen que asumir su papel en el mantenimiento del orden del mundo por lo medios mas humanos. Por lo tanto, lo que importa a estos magos que en su camino se encuentran como atrapados por lo sagrado, es precisamente intentar entender qué es lo sagrado, manifestarlo en sus obras, mostrar que es una pregunta viva y no una creencia de corto alcance.

Si el hecho religioso se opone al hecho laico, lo sagrado se opone por su parte a lo profano. El hecho religioso y el hecho laico son visiones del mundo, de creencias buscando el dominio de las cosas, conciencias y cuerpos, ideas y sueños. Lo profano trata de lo que en la realidad, comportamiento, lugar o persona, no esta llevado por la conciencia de que existen en este mundo estratos mentales, físicos, materiales, perteneciendo a órdenes distintos de los que rigen el funcionamiento de la realidad. El hecho religioso hace parte de esto de alguna forma. Lo sagrado es lo que se manifiesta a través de los cuerpos, de los comportamientos o de los estados psíquicos, por ellos pueden expresar modalidades inéditas de funcionamiento de la realidad. Lo sagrado esta vinculado a la persona y sólo se manifiesta, se inscribe temporalmente en la realidad cuando precisamente hay personas que toman a cargo sus manifestaciones. Lo religioso implica más bien al individuo y la articulación entre individuo y sociedad.

Como lo señaló Marc Augé, en su libro El sentido de los otros, "La pertenencia se describe más fácilmente en términos de identidad y de ambivalencia (dado que se pueden acumular dos pertenencias) y la persona más fácilmente se describe en términos de alteridad o de ambigüedad (dado que nunca se puede integralmente reducir a ella misma o al otro).

Si el rito es mediación, introduce por su sola existencia una especie de tercer término en la relación de ambivalencia (como co-presencia de los dos términos) y en la relación de ambigüedad (como co-ausencia de dos términos). Al centro de los dos ejes individual-colectivo y mismo-otro, y en su intersección, el rito introduce la mediación de la apariencia y de la palabra".

Cuando el rito religioso permite al individuo posicionarse en relación con una comunidad, el rito de mediación con espíritus por ejemplo obliga al individuo que lo practica a distinguirse, a separarse de la comunidad y a asumir sólo su porvenir singular inclusive si a través de éste queda en relación con la comunidad.

Lo sagrado y lo profano
Al final de su libro El hombre y lo sagrado, Roger Caillois intenta una definición abierta de lo que todavía podría ser lo sagrado hoy en día. Es imposible cerrar los ojos sobre el vínculo que existe entre lo que implica para una persona su relación con lo sagrado o lo de haber dejado lo sagrado de ponerse en ella y la idea que puede tener un artista de su función y su papel hoy.

Dejemos a Roger Caillois hablar de lo sagrado: "La distribución entre lo sagrado y lo profano ya no parece vinculada a la concepción del orden del mundo, al ritmo de su envejecimiento y de su regeneración, a la oposición de cosas, neutras e inciertas, y de las energías que las animan o las destruyen, que les atribuyen o les quitan el ser. Nada de esto ha resistido a las transformaciones de la vida social que llevaron más independencia para el individuo, liberándolo de toda obligación psíquica y dándole garantías contra los otros. Non obstante, lo sagrado subsiste en la medida en que esta liberación es incompleta, es decir, cada vez que un valor se impone como razón de vivir a una comunidad e inclusive a un individuo, porque aparece rápidamente como fuente de energía y foco de contagio.

Así lo sagrado sigue siendo lo que provoca respeto, temor y confianza. Insufla fuerza, pero compromete la existencia. Aparece siempre como lo que separa al hombre de sus semejantes, lo aleja de preocupaciones vulgares, le permite menospreciar los obstáculos o los peligros que detienen a la mayoría: lo introduce en un mundo severo del cual los otros se alejan instintivamente mientras les llama la atención. Allá, en efecto, la regla ya no es la de conservar posiciones adquiridas y dejar permanecer un mismo estado. La estabilidad no se considera ya como el bien por excelencia; ni la moderación, la prudencia, la conformidad con los usos instituidos como las mayores virtudes; ni la seguridad, el desahogo, la buena fama y el honor son las ventajas más deseables.

De hecho la actitud profana implica siempre cierta abdicación. Impide al hombre ir hasta el tope de sus deseos o de su voluntad". Negarse a ver en estas líneas el posible retrato del artista sería negarse a enfrentar las formas tomadas por la mutación del mundo.

En todo caso es el umbral de lo desconocido, allí donde fuerzas mal repertoriadas actúan para que se manifieste lo sagrado; el que se quede sobre uno de estos umbrales, atravesado por el "mensaje" que le toca entregar, se encuentra a su manera vinculado con los otros hombres. No se hace por mediación de un rito común porque ha sido presa de una metamorfosis, porque ha tenido la experiencia singular de volverse otro, esta experiencia es a la vez incomunicable como tal y transmisible como potencialidad. El que está relacionado con lo sagrado sólo puede abrir la puerta a la experiencia directa de los poderes oscuros, violentos y pacificadores incluyendo los que viven en la superficie de las cosas y los que están del lado de los sueños más locos.

En carga de símbolos
El reto de una pintura como ésta a la cual se ha dedicado Luis Alberto Hernández no es, como se podría pensar a primera vista, lo de pintar símbolos y de tratar esos símbolos de manera "metafórica", es decir, como hacer valer una religiosidad de fachada, dejando creer a los que miran sus cuadros que ese solo hecho basta para producir una toma de conciencia de la necesidad para ellos de optar por lo sagrado.

Muy al contrario, se trata, en esta pintura, del intento de poner en obra lo sagrado directamente, es decir en el caso de Hernández, de enfrentarse a estas otras realidades que vibran a través de las cosas, explotan a veces, aquí o allá en un lugar inesperado del mundo, en un cerebro particularmente disponible, en un espacio discreto, hasta pobre, en una mirada, en la esquina de un paisaje, en la organización aleatoria de objetos heteróclitos encontrados dentro de un gran baúl de recuerdos abandonados.

Por lo tanto, no es la representación de una cosa que le podría ser sagrada, a la cual se ha dedicado Luis Alberto Hernández. Tal práctica hubiera tenido el límite de la subjetividad del pintor y la del espectador. No, tenía que intentar ir un paso más allá dentro de su experiencia propia, su profundización de lo sagrado, y con ello la posibilidad de trasmitir esta experiencia sin caer ni en el particularismo ni en el universalismo. Ya lo dijimos, la experiencia de lo sagrado se localiza en el punto de intersección entre la ambivalencia y la ambigüedad, pero más bien tiene que ver con la ambigüedad, lo indecible de ciertos fenómenos y por lo tanto con la obligación por la cual nos ponen a responder por un acto creador. Este acto creador no tiene la función de poder decidir entre lo que es sagrado y lo que no lo sería por ejemplo, pero sí de poner en marcha la operación misma por la cual se constituye lo sagrado. Y esta operación consiste en el hecho de hacer comunicar la fuerza de trasgresión que sentimos vivir en nosotros como en ciertas cosas o ciertos fenómenos. Más exactamente, se trata de una especie de fuerza sin destinatario de la cual uno se siente sin razón más el transmisor que el receptor quien, por eso, toma posesión de nosotros y comienza a vivir en nosotros como un elemento a la vez íntimo absolutamente y heterogéneo indefinidamente. Es de esta posesión de que se puede dar cuenta. Y es a esta operación, a la cual ya estamos sujetados y que hay que traspasar tomando en cuenta que debe de testimoniarlo su obra. Por lo tanto, lo sagrado tiene su historia, lo sagrado tiene sus formas, lo sagrado tiene sus exigencias y en todo caso es cierto que no se manifiesta en cualquier tipo de forma. El recurrió a formas que son las de los símbolos, usados a la vez porque recuerdan esos símbolos y porque se nos alejan, es eso lo que escogió Luis Alberto Hernández.

Y entendemos que esta opción también se hace eco de la situación que es suya, la de un pintor nacido en Latinoamérica, la de un pintor viviendo en la época de lo que se llama post-modernidad, la de un pintor qua es a la vez de alguna parte y que por lo tanto vive desplazándose siempre por el mundo un poco como un nómada planetario.

La pintura como modo de sacralización
La manera por la cual Luis Alberto Hernández trata la cuestión de la pintura en su relación con lo sagrado es compleja. En efecto, no se ha refugiado en la evidencia de formas banales que sólo hubieran parecido sagradas para unas pocas personas, tampoco en la simbolización masiva que hubiera garantizado un reconocimiento de tendencia universal pero con un impacto debilitado. Ha escogido la vía intermedia que combina con exigencia y precisión, la necesidad de trasmitir y la necesidad de la obra de estar cargada "en" lo sagrado.

En efecto, la operación de sacralización de una cosa, de un lugar, de una persona, no se hace por el uso de símbolos teniendo con la cosa, el lugar o la persona sólo un vínculo arbitrario, supone también lo de tomar en cuenta el hecho de que esta índole sagrada tampoco le es consubstancial. Esta es la ambigüedad de lo sagrado. Una cosa sagrada lo es sólo si ha sido cargada "en" lo sagrado, si ha sido el objeto de una operación de sacralización, de una transferencia de carga emocional, espiritual y afectiva intensa, pero también de una transferencia de carga significante. Es esta operación lo que transforma el miedo en poder, el símbolo en operador, la significación en revelación.

Lo sagrado no proviene de la esencia, lo sagrado proviene del haber sido. Cuando una cosa, un lugar, un ser, son el médium de la revelación de la existencia de otras formas o tipos de realidades y que nunca se encuentran muy lejos, es que ellos son los actores de esta operación de carga simbólica que hace pasar lo sagrado del estado de fuerza pura pero difusa al de fuerza concentrada y enfocada.

Las pinturas de Hernández no son el resultado puro y simple de esta operación, pero la desempeñan cada vez en la complejidad de todo el proceso. Los lienzos de Hernández son procesos de sacralización en acto. Nos muestran como funciona la sacralización y también son portadoras a la vez de cierta carga de lo sagrado, esa misma que fue movilizada para su cumplimiento.

Monstruos post-modernos
Los cuadros de Luis Alberto Hernández son unos monstruos post-modernos. Tal afirmación sólo es paradójica en apariencia. Además puede que a la vez revelen la parte de sombra que ocupa la post-modernidad, la que con demasiada frecuencia se niega a tomar en cuenta. No es que sería monstruosa en el sentido que, como época encarnaría quién sabe qué maldad, pero sí porque volvería posible el planteamiento de nuevas formas de conciencia.

Lo nuevo, se sabe, Baudelaire lo deseaba de forma clarísima en las últimas líneas del gran poema llamado “El viaje que termina” de Las flores del mal. "Viértenos tu veneno para que nos dé consuelo!/Tanto queremos con este fuego arder nuestra mente, /Hundirla en el fondo de la vorágine, Infierno o Cielo, ¿qué importa?/ ¡Al fondo de lo Desconocido para encontrar lo nuevo!"

Pero esto nuevo no puede nacer de collages hechos con pedazos y trozos cogidos aquí y allá y juntados sin otra razón que el hecho de haber sido encontrados por casualidad. Lo nuevo es lo que nos hace pasar no de una experiencia hacia otra sino de un tipo de experiencias hacia otro tipo de experiencia, no de un pensamiento hacia otro pensamiento sino de una manera de pensar hacia una nueva manera de pensar. No es sólo raro sino que también presupone la presencia de fuerza incalculables y, desde el punto de vista de la persona que alcanza instaurar una nueva manera de pensar, esfuerzos inconmensurables y una confrontación con todo tipo de peligros.

Cada cuadro de Luis Alberto Hernández a la vez pone en escena, pone en obra y manifiesta este conflicto y este reto. Y esto sólo es posible porque cada elemento utilizado en estos cuadros está de alguna manera vuelto contra si mismo. En efecto, la letra se vuelve signo y vale para un nombre que no representa. La escritura indica la posibilidad de una historia, pero esta historia es incomprensible porque la escritura es ilegible. El oro dice la potencia y la realeza pero siempre está sometido a los asaltos de los colores y se opone al negro profundo que parece querer tragarlo todo y sólo rechaza todos estos elementos hacia la superficie donde bailan un baile embriagado pero aparentemente sin sentido. Mientras tanto, el símbolo se vuelve una especie de forma vacía y si todavía evoca algo de sentido, este sentido se aniquila por la presencia a su alrededor de signos errantes. Cada elemento se vuelve monstruoso.

Así, estas obras son literalmente post-modernas en la medida en que son testigos de la pérdida de referencias a que nos ha llevado la modernidad, pero muestran esta pérdida de manera creadora. En efecto, ponen en juego esta pérdida como índice de la existencia de otra manera de pensar que implica lo de tomar en cuenta lo sagrado como el pensamiento, dimensión a la vez afectiva e intelectual. Lo monstruoso desempeña la función de mostrar que otras formas de pensar no sólo pueden ser sino que son asequibles inmediatamente, por lo menos sin tener que pasar por el filtro de la razón. La expresión más directa posible de la afectividad, el gesto, la toma de riesgo, la confrontación directa con la vacuidad del sentido, llevando a la aceptación del monstruo como encarnación temporal de lo posible y momento clave de la mutación, de la metamorfosis.

La pintura de Luis Alberto Hernández es un intento para llevar a bien esta metamorfosis.

Realizar el camino Puertas
¿Qué es una puerta? Un recorte en el muro de lo real que esconde el acceso a otro mundo mientras señala su existencia. Cada cuadro de Hernández es una de estas puertas, cerrada, porque no se ve nada de lo que se encontraría más allá, y sin embargo deja presentir la existencia de otro mundo, de otra realidad. En efecto, como si brotaran de la noche invisible que oculta sombras y espectros que son como aparecidos no dejan de encantar sus superficies.

Cada cuadro es la representación de un momento en esta lucha entre las sombras que parecen surgir de la noche para invadir el mundo de las apariencias, y los signos, o las escrituras, estos dobles enigmáticos que evocan a la vez lo vivo, sus reglas y sus leyes.

Pero estos signos, estas letras, estos textos encriptados y, para nosotros, aparentemente ilegibles ¿no serán a su manera sombras también?
Es la única hipótesis que permitiría explicar porque pueden parecer inhóspitas estas superficies. En efecto, pareciera que están más para intercambiar entre ellos secretos de los cuales estamos excluidos que para dar a los observadores algún mensaje límpido. Mirar un cuadro de Luis Alberto Hernández, es penetrar en esta zona de sombra en la cual los violentos estallidos de oro o de colores no son los fenómenos menos oscuros.

Pero también podría ser inexacto y cada cuadro podría ser como una encarnación de la tensión que existe entre lo que intenta pasar la puerta llegando desde atrás y lo que intenta abrirla llegando de delante. La cerradura sería una especia de hueco abierto sobre el abismo que la llave en su intento por penetrarlo acabaría por ocultar.

El oro y la noche
Estas fuerzas, lejos de combatirse parecen complementarse. Las formas que las representan parecen deslizarse las unas sobre las otras mientras en este mundo de apariencias, encarnan una lucha sin tregua. En efecto, se puede decir a la vez que iluminan esta zona de sombra y que la vuelven más difícil de alcanzar. Además, es preciso notar que cada elemento dentro de esta zona de incertidumbre que es el cuadro parece volverse un espectro, o a lo mejor su propia sombra. Sin embargo, también es cierto que hay una vitalidad implacable en estas obras. Esta vitalidad no contradice el hecho de que signos, letras y formas con aires de símbolos puedan aparecer como espectros. Son más bien testigos de la radicalidad del reto. ¿Reto? El conflicto inmemorial entre las sombras y los vivos, entre la potencia de lo invisible y las potencias de lo visible.

Para Hernández, este conflicto es de alguna manera el corazón mismo del acto de pintar. La pintura es una danza, una danza inmensa y profunda como la noche. La pintura es una luz, inmóvil y mortal como un sol que se inflama y se derrumba en si mismo e intenta a la vez resistir a tan fatal incendio. Cada cuadro, en efecto, está atravesado por la luz y por la noche. El negro profundo parece a veces llevar el esplendor resignado de este oro y a veces parece que es el oro el que lleva la noche, que ya ha empezado a roerlo por partes.

Estos reinos se superponen como la mariposa y la flor, como la caricia y la piel, como el beso y los labios, pero nunca se cubren enteramente y es en este intervalo, en este entre-dos que danzan signos y escrituras, símbolos y colores, nombres ilegibles y textos crípticos.

Cada signo, cada forma, parece haberse puesto aquí sobre esta superficie que parece el mundo antes de la creación, al momento en que las fuerzas fundamentales se dividen para enfrentarse mejor. Una vez colocados, signo o forma, letra o símbolo, cada uno toma parte a su manera en el conflicto, lo encarna, lo vuelve visible, intenta esquivarlo o lo prolonga más allá de éste mismo. Los signos forman el grimorio de nuestros sueños desvanecidos. Acosan la verdad como si se buscara las huellas de un continente olvidado. Las letras, agrandadas a la dimensión de un nombre imposible recuerdan la potencia y la gloria, las fantasías del poder y los acentos de la duda. En efecto, colocándose justo delante del hueco de la noche que ocupa a menudo el centro del lienzo, o justo sobre el oro cuando tapa el hueco, manifiestan la impotencia de la fe. Intentan decir y hasta contar y no lo consiguen. Sólo pueden tratar de imponerse contra las formas simbólicas, estas guardianas del templo, ¿a qué amparan? Es lo que no se puede contestar salvo si se llenan estas respuestas de nuestras esperanzas más locas, más secretas.

Es sin duda esta imposibilidad de saber lo que nos revela nuestro verdadero estatuto y eso a través de esta tensión inconciliable entre ambivalencia y ambigüedad, entre signos que a la vez significan y no significan y formas que designan algo pero algo que quedará, lo presentimos, siempre inaccesible. Nos hemos vuelto espectros y es de esta verdad que tenemos que dar cuenta porque transitamos este punto donde ambivalencia y ambigüedad se cruzan y todavía no se pueden distinguir.

La danza de los espectros
Nosotros, nos hemos vuelto espectros porque hemos perdido lo que constituye nuestra sangre, nuestra fuerza vital, el tiempo. Sí, el tiempo está perdido para nosotros, definitivamente perdido. Ir a su búsqueda todavía era posible en el otro siglo, cuando la ilusión del sueño encontraba en los reflujos de la sensación los ecos multiplicados de sus irisaciones secretas

Hoy, no se puede negar, el tiempo ha abandonado la tierra, entendemos que se ha retirado y sea la que sea la dirección en que se mire, nada, ningún tiempo, ningún porvenir, ningún pasado nos contesta, nos espera. Huérfanos de nuestras costumbres mentales, damos vueltas en la noche, volviendo a actuar como actores impasibles e incansables, el conflicto de los orígenes, entre la luz y la noche, entre el oro de las apariencias y el reverso de todas las cosas, fuente de las apariciones. Es este conflicto lo que nos pone a ver Luis Alberto Hernández y, de esta forma nos indica también que puede ser que sea posible volver la mirada en otra dirección. Esta es imposible de localizar. No se trata de un lugar real o ficticio hacia donde sería bueno desde luego mirar. No, se trata de que se sigue en el cumplimiento de la metamorfosis. Sólo se puede entender si la metamorfosis que vuelve posible lo humano en espectro, el sueño en locura, la pintura en danza cósmica, ha sido percibida.

Danza de espectros, tal es la forma que toma bajo nuestra mirada lo real. A despecho o más bien gracias al recurso de la simetría que ocupa sus cuadros, como el recuerdo de una armonía también desaparecida, Luis Alberto Hernández nos vuelve perceptible el hecho de que es en el centro donde todo se juega. Hay en el corazón de cada uno de sus cuadros, en su centro absoluto, una fuerza de la obra que parece dominar a todas las otras fuerzas, como si en ella se hubieran juntados el principio y el fin. Es la fuerza irresistible de la aspiración. Es ella la que ya ha bebido nuestra sangre y es ella la que nos deja exhaustos, pavoneándonos un tiempo más sobre la superficie de las cosas. Ella vigila, allá detrás de la puerta y juega a proyectar su sombra, a enviar, como para confirmarnos nuestra metamorfosis, otros espectros a nuestro encuentro. Así, parece intentar decirnos que detrás de lo visible y de lo invisible que deja entrar en nuestros ojos, hay todavía un mundo donde se quedan, donde habitan, y que es más real que los otros, entendemos que es el único que sea verdaderamente real.

El pintor lo sabe, y es uno de los pocos que tiene este conocimiento, este hueco negro que todo lo aspira también es una fuerza que se tiende hacia sus presas para poder agarrarlas mejor antes de aspirarlas. Y es el pintor quien de cierta forma es el testigo y actor de este intento de captura. Esto pasa por él, lo atraviesa y lo empuja a cumplir estos gestos que hacen aparecer sobre la tela estas formas entorpecidas por el enigma. En este intervalo entre la violencia del gesto y la desaparición del todo en la noche, hay algo que llamamos pintura que nos permite tomar conciencia de la existencia de una estrato temporal, del cual, a menudo, no se sabe nada.

Se necesita esta danza espectral de los signos y símbolos, de las formas y de las escrituras para que se materialice bajo nuestros ojos asustados las huellas de nuestra muerte o por lo menos de nuestro nuevo estatuto de espectros.

El camino
El tiempo está perdido ó quizás se ha perdido. Pero el espacio perdura. En nuestra mente, trama sus simetrías, a no ser que sean las simetrías las que den algo como espacio posible. Por simetría, entendemos esta propensión del punto, del rasgo, de toda entidad singular a repetirse a soñarse un doble. En este sueño ocurre la distancia que permite a otra cosa que se repite deslizarse dentro de este intervalo, lo que separa la hoja de su revés, la mirada de la pupila, el gesto de su sombra llevada sobre el espejo de la nada.

La pintura de Luis Alberto Hernández se sitúa enteramente en esta distancia. La hace existir e intenta transcurrirla. No hay otra vía, otro camino, otro trayecto posible sino el de errar en el corazón de este intervalo que separa la realidad del sueño porque como lo comentó Pascal Quignard en su libro Las sombras errantes, "Detrás del mundo invisible, hay todavía otro, que es el único real."

Pero no hay ningún camino que lleve directamente a este mundo trasero, en todo caso ningún camino preexistente a los pasos que lo trazan, a los gestos que lo dibujan, a los pensamientos que lo sueñan, lo inventan. Recurriendo de manera sintética al signo, a la escritura y al símbolo, que inscribe sobre la tela por un gesto sin lazo, Luis Alberto Hernández intenta recorrer este espacio, crear este camino que a despecho de llevarnos directamente allá, nos vuelve perceptible la existencia de este mundo trasero, de este abismo de los principios donde quizás el tiempo, a fuerza de perderse ha acabado recogiéndose, agotado, para morir o para renacer en él.

Es sin duda la razón por la cual en su propia vida, Hernández puede vivir como un nómada planetario. Aquí o allá, es casi nula la distancia que le permite encontrarse en el seno de los orígenes, en el mundo de lo sagrado que es más debido, bien sabemos, a la operación que lo hace pasar hic et nunc que a cualquier sistema de signos y de ritos. Así es que para Hernández, todos los lugares están en relación con la distancia que permite trazar su camino hacia el mundo trasero. Por eso dondequiera que se encuentre le es posible poner en obra la operación mágica de la pintura, la que hace remontar lo antaño hasta el borde del ahora y hundir este mundo en la selva mental que preludia al reino del mundo trasero. El viaje no tiene otro sentido sino el de construir esta trama, a veces más impalpable que los sueños, pero siempre más resistente que las esperanzas adulteradas y de más valor que estos billetes de banco que nos colocan los estafadores sin envergadura que piensan gobernar el planeta.

Olas
La desaparición del tiempo no es una metáfora ligera. Esta que nos afecta. Sí, por supuesto, tenemos un pasado e incluso más que nunca un pasado inmenso desarrollando sus estratos sobre miles o hasta millones de años, y tenemos un porvenir que se anuncia de antemano lleno de ruido y de furia, pero precisamente sólo tenemos esto y nada más, es decir nada de acceso a la idea misma que pueda existir otro mundo y todavía menos que haya otro más allá, más real que todo lo real.

Esta es la figura del tiempo que nos hace falta, porque es un tiempo distinto del tiempo de los orígenes que nos afecta por tanto, sin que nos demos cuenta, aunque es difícil percibirlo en nuestra vida tal como esta formateada hoy en día. Este tiempo, lo que llamamos lo sagrado nos relaciona con él, nos hace sentir lo vivo que es o que pudiera ser y cuánto, aun cuando no nos espera parece estar ahí a nuestro servicio. Nos toca hacer el esfuerzo de ir hacia él, de hundir nuestra desesperación en su noche.

Es en la puesta en abismo constante de la escritura y del símbolo que pone en escena en sus cuadros que Luis Alberto Hernández nos vuelve sensible a la vez la perdida de este tiempo y su proximidad inmediata. Nos lo muestra a través de un movimiento de olas casi inmóviles y siempre recomenzadas que nacen del juego entre las formas simbólicas habitadas de simetrías y las formas libres, letra ó signos, que las ocupan como espectros ávidos. Las unas viniendo a golpear las otras como las olas de la resaca forman dobles que son como el doble de la trama íntima de este tiempo desaparecido.

El centro
El centro, por ejemplo del cual no deja de irradiar esta fuerza de aspiración en las telas de Hernández, es una especie de dato necesario, hasta inevitable, que permite dar cuenta a través de un espacio como el del cuadro, del doble en que se ampara este tiempo de los orígenes, este tiempo desconocido que vibra en el corazón de lo que llamamos tiempo.

Aquí, el centro es como el nudo de la tensión entre ambivalencia y ambigüedad, entre imposibilidad de no recurrir a un tercer término para dar cuenta del mundo trasero e impotencia al no ver en él, el depósito de todos los posibles. Por eso puede estar presente en cada uno de los cuadros de Luis Alberto Hernández. En este se juntan las fuerzas y en vez de estallar en un caos formal y colorido, metáfora ya conocida de lo incomprensible, ellas se ponen a lanzar señales que forman el idioma indescifrable pero expresado del mundo trasero en el cual pasiones y orden, caos y libertad, sentido y ardores parecen haber encontrado su refugio.

¿Será esto que vibra en el centro, la vitalidad del hueco negro de lo posible, entendido no como contingencia irrealizada pero si como potencia de lo irrealizable? Así, este término de viaje es también el punto de donde provienen todos los viajes, el lugar inmaterial donde todos los caminos se encuentran como el nudo temporal donde se mezclan todos los tiempos. Allá vive el tiempo y por eso sin duda está presente en las obras de Luis Alberto Hernández, como viaje realizado e irrealizable, como hueco y como fuente, como imposibilidad y como potencia.

Así, los fantasmas que habitan la superficie de sus cuadros convierten el tiempo desaparecido en el símbolo mismo, no de la ausencia y del dolor, del temor y del encierro, sino de la libertad, esa sombra cargada de la vida absoluta que vive en los sueños de la humanidad desde sus orígenes y que no puede dejar de perseguirla como un enemigo implacable. Es ella, como nos lo dicen las obras de Luis Alberto Hernández, la aliada más segura de la vida en su impulso irresistible hacia lo desconocido, eso que abriga en su seno y que continua buscando en esa lejanía que lo inquieta.

Paris 2000

Traducción: Virginie Noel