Eduardo Planchart Licea

Dentro del arte venezolano contemporáneo, Luis Alberto Hernández ha creado una obra estética paradigmática, que se caracteriza por indagar en lo sagrado. En las diferentes etapas de su lenguaje plástico, han brotado períodos con ejes temáticos variados. Desde el acercamiento a la religiosidad afrocaribeña en sus inicios, eco de sus vivencias en el oriente de Venezuela, fusionada con el simbolismo alquímico; hasta que en las última dos décadas cuando nació el artista cosmopolita, conocedor íntimamente de las diversas etapas religiosas tanto de Europa como de África. Gracias a su constante peregrinar por estas geografías alejadas del trópico, en cada uno de estos períodos estéticos, no perdió su horizonte: la búsqueda por la belleza de lo presentido, de lo insondable… Su gran dilema siempre ha sido, como transmitir al espectador, en cada uno de sus cuadros y ensamblajes la experiencia más sublime de la existencia: la experiencia religiosa que nos une a la divinidad…

La fusión de la geometría como símbolo de la perfección, se equilibra con su gestualismo y caligrafías. Se mantiene así en cada obra una tensión visual entre la iconografía de la ignorancia interior y la iluminación. En la serie “Emanaciones”, cada pieza crea un clima que refleja el paso de lo profano a lo sagrado. Logrado con delicadeza y refinamiento, a través de la técnica mixta como es la pintura, el dibujo y la impresión en su anhelo de crear atmósferas que se hagan eco de una religión y una mística milenaria como la judía. Con materiales como la hoja de oro, el óleo, y objetos junto a una cromática que establece fuertes contrastes que logran materializar armonías. Ecos de la musicalidad del alma.

De manera paradójica el negro, el rojo, el dorado, el blanco y el azúl, propios de esta serie, no generan lucha sino un inquietante equilibrio, propio de los estados contemplativos. Al transformar el color en elemento simbólico, el dorado expresa la iluminación mística, el negro la noche del alma, el rojo la vitalidad espiritual, el blanco la pureza y el azúl la trascendencia de lo celeste. Se convierten estos colores en metáforas de los misterios de la vida.

La geometría que se esconde en líneas, curvas, círculos, triángulos, estrellas de David lleva a la cábala y a lo mandálico y establece un alejamiento de lo cotidiano. Entre grafías de la religión y este esoterismo judaico, transmite a obras como “La Palabra Divina”, 2011, la fuerza de la palabra como expresión de lo absoluto, entre esferas y medias lunas, que están presente en casi todas las obras con fondos dorados y negros cubiertos de grafías y filigranas que expresan la fragilidad del acercamiento a lo luminoso. Las esferas, como se expresa en “El Árbol del fruto de la Vida”, 2011 no solo nos acercan a la totalidad, sino también al conocimiento de los diez “sefirot”, que representan los atributos de la divinidad, en círculos unidos en una estructura ascendente, pues poseen un orden jerárquico, que se inspira en el candelabro , tal como se materializa en este cuadro.

El proceso creativo de cada cuadro es por etapas, que van acumulando intuiciones estéticas y espirituales sobre el lienzo. Entre las soledades de San José de los Altos, en el estado Miranda, donde domina el silencio y la naturaleza invade los espacios, en esta serie, la belleza materializa lo sublime, al buscar lo intuido, presintiendo que no termina de materializarse, sino tras una peregrinación interna que lleva a la percepción de lo absoluto.