Carlos Silva

Conozco desde hace tiempo los anteriores desnudos de Diego Barboza, de tal modo que la perspectiva de poder apreciar un conjunto nuevo, dedicado a una exposición monotemática, no podía menos que complacerme porque las expectativas eran muchas, tanto por parte del artista como por el público, habituado ya a las excelencias de sus bodegones o enseres y a sus personajes. Posthistóricos -como los Hipohinfantes-. Y con el desnudo Barboza es doblemente exigente pues él escoge a sus modelos según su modo de pintar y estos no son ya adolescentes o jóvenes hermosas, de turgentes senos y con esa "carne lisa que incita al mordisco" -según el verso de Baudelaire-, sino mujeres de carnes castigadas por el tiempo y por la vida, deformadas ya y deformadas nuevamente por el arte de Barboza. Así como en un desnudo de Boucher el espectador podía complacerse doblemente, en la buena pintura y en la hermosura de la modelo, así Barboza destierra la segunda opción de tal modo que solo es permitida la primera lectura: la belleza de la pintura en sí y por sí.

Yo hubiera bautizado esta exposición de óleos y pasteles. La historia de Venus y por la siguiente razón. En el mito del origen de Afrodita, es el dios del tiempo, Cronos, el que cercena, delante de Gea, los testículos de Ouranos, estos van a dar a la mar y de la unión del semen con del agua, nace la diosa. Es pues, la única deidad que debe su proveniencia al tiempo, a la historia, tal como lo interpreta Barboza, una Venus de este mundo, alejada de lo prístinamente mítico, y acercada, mediante la constelación arquetipal, a la vida de los hombres.

El desnudo, desde las mal llamadas "Venus" prehistóricas, hasta que la plástica occidental es penetrada consubstancialmente por el cristianismo, es paradigma de cuerpo exterior, es signo inequívoco del estar entre la Naturaleza de modo espacial, histórico y puntiforme, como cuerpo entre los cuerpos, sin que se establezca la radical diferencia ontológica que se da entre el ser consciente y los entes conformadores del universo. Hasta la aparición del "hombre interior" cristiano a fines de la Romanidad e inicios de la alta Edad Media, el desnudo es la quintaesencia de una concepción capaz de entender al hombre sólo como unidad específica limitada en sí misma por su mera superficie, en su dimensión puramente externa; el soma griego, en síntesis.

Todo está definido, acotado por una presentación corporal del ser humano, sin las grandes preocupaciones del infinito cósmico o de los agustinianos abismos interiores del ánima. Ni en las adiposas féminas del paleolítico superior, ni en las estatuas de la antigüedad clásica- y ni siquiera en la plástica del helenismo precristiano-, se hallan planteamientos dirigidos a escudriñar lo psicológico individual, sino lo genérico en tanto que tipo o ideal, y manifiesto en la extensión corporal muy bien delimitada.

Cuando Miguel Angel respondía, a los zafios no complacidos por la distancia entre las obras de éste y los modelos clásicos, que entre éstos y él mediaba nada menso de Cristo, daba en el centro mismo de la diferencia: hay más espíritu y revelación interior en el torso de Giotto del Juicio Final, en la mano extendida de Dánae, de Rembrandt, en el cuello que Correggio pintó en El sueño de Andrómeda, o en la pelvis de la Maja desnuda goyesca, que en cualquier rostro de la antigüedad grecorromana. Tras y por la espléndida y sensual abundancia psicológica desconocida por los bustos aun de la Roma imperial.

En Diego Barboza, la carne adquiere intensidad, como materia sujeta a la miseria y al pecado pero también a la función de exteriorizar una psiquis, lo más rico y fecundo de todo lo humano. La concepción antropológica del artista ante el desnudo femenino, es como la revalorización de la energía psíquica personal y de los correspondientes rasgos caracterizadores de los rostros, a favor de la elocuencia de la superficie corporal y, a veces, de cierta indefinición íntima de cada figura.

A menudo, la categoría del distanciamiento artístico -tan propia de la posmodernidad- se hace dialéctica con la aproximación afectiva, haciendo permanecer el ensimismamiento de la modelo en una tierra ambigua, en una zona cero, donde todo puede suceder.

Si observamos el pastel El tedio, lo que suele ser el yo del retrato ha sido aventado por la lejanía no del tú sino del ella, de esa tercera persona presente en su reposada e indiferente materialización, sin que ésta alcance, sin embargo, a ser dura e impermeable, puro objeto físico, gracias a las sutilezas de la línea y de los tonos que dan temblor a la piel dentro de la estaticidad de la postura y se prolonga al recinto humanizado donde la mujer descansa.

La mirada vacía de ella es signo demostrativo de la insignificancia en que ha caído el mundo de la fémina en hastío; es la nadificación del entorno, cuando todo se hace chato y el espíritu se sumerge en la unidimensionalidad. Y toma esa mirada, en comparación con el cuerpo sentado en el mueble, en toda evidencia y plenitud, ausente de dinamismo y acicate anímicos. El tedio la posee y rechaza todo indicio de vivacidad espiritual y de interés -ni siquiera por sí misma- por el mundo.

Ella sólo está allí para ser pintada. La alteridad se hace abismo de comunicación personal ante tanta consistencia corporal fastidiada de las largas horas de pose, cuando sólo queda la carne testimonio; y, como decía Mallarmé, la carne es triste. Hay erotismo en La Historia de Venus, a pesar de esos cuerpos deformados y la ausencia de talles esbeltos y del hermoso fragor de la juventud. Eros es un dios y un concepto bifronte, activo y pasivo: la tensión de amar y la tensión de quien es amable o amado. O, en otras palabras, erótico es quien ama y también el objeto que hace amar. Y varios erotismos aparecen en la iconografía de Barboza a través de los arquetipos femeninos. Antiquísimas concentraciones y constelaciones psico-cósmicas, fijas en sus imágenes y sus correspondientes entornos de situaciones, capaces de influir, a lo largo de la historia, en el ser humano, individual y colectivamente, de acuerdo al tamiz de la persona y su época.

Afrodita o Venus comparece en la imaginería de Barboza a veces en su soledad semántica mítica traía a la historia cotidiana, pero a menudo contaminada por el arquetipo de Hécate, la terrible diosa de las profundidades y de la noche , con miradas, como se da en La Madama, capaces de aniquilar, en el pasado y el presente, la virtud del hombre incauto y tentado, erotizado por ese erguido cuerpo femenino, ducho en artimañas aprendidas en un duro pasado de lucha con la vida airada.

Sí hay eros, pues, y ninguno de esos óleos y pasteles son menos erótico-venusinos que obras tan conocidas como Venus ante el espejo, Susana y los viejos, y Susana en el baño, de Rubens, o para buscar parangones más cercanos, la mujer acostada en Leda y el cisne, de Michelena. Por otra parte, que Barboza procure y encuentre la forma y el ritmo arquetipales, no significa que idealice según los cánones naturalistas. Su dependencia feraz con el expresionismo de un Kokotschka lo libera de tal peligro y tales convenciones. Como artista postmoderno, Barboza participa en el énfasis interpretativo que no espera hacer acento en lo bonito y lo agradable, y sigue así la traza de no pocos pintores modernos del desnudo femenino, como lo son Suzanne Valadon, León Bonhomme, el mismo Bonnard, Pascin, Marquet, Derain, sin olvidarnos de algunos iconos de Matisse y del propio Degas.

Ya he mencionado como en algunos cuadros, Venus aparece con la contaminación de Hécate, la parte sombría y siniestra, devoradora de hombres, destructora y autodestructiva, como en La Madama y Mujer en Asecho, arquetipo a la vez opuesto y colindante a Venus, pero la más de las veces la presencia afrodítica es autónoma, como en El Nacimiento de Venus.

Aquí hay carnes en inicial elasticidad, de una mujer que se abre al mundo y lo inaugura, orgullosa de sí misma. Está a punto de incorporarse de un sofá, en su nacimiento al entorno de un recinto donde predomina lo tectónico y ella se da una significación originaria en ese conato de primer movimiento y en la tensión hacia la frontalidad del mismo. No nace en el mar sino en una habitación, en la contemporaneidad de un sofá cama. Algo similar sucede en la pureza de Reflejo Íntimo, donde el léxico de Barboza impregna toda la superficie y se despliega con asombro ante esa mujer de espaldas cuya insondable naturaleza sólo puede ser aprehendida con la ayuda del espejo, y que se expande más allá de los límites objetuales, dejándonos a los hombres, a los espectadores, el juego o la futilidad de establecer medidas, divisiones, coordenadas, mientras ella, la mujer venusiana, desde su mundo íntimo, nutre al universo con su irradiante presencia dual: su dorso y el reflejo, de ese rostro que se nos entrega sólo en un instante, en un parpadeo.

El cuerpo, a veces, no parece "el recipiente del alma" pues los vestigios de ésta, en todo caso, se hallan esparcidos en peculiaridades corpóreas - según el viejo dicho de que en el hombre el alma está en la cabeza, mientras que en la mujer se encuentra en todo el cuerpo. Así sucede con el gran óleo La Cazadora, de excelente composición y mejor colorido donde el arquetipo de Venus se extiende y se prepara a fin de atraer a la presa, de atraparla y devorarla en los lazos de un amor tan intenso como fugaz. Podría llevar la leyenda bíblica, rescatada por Baudelaire: quorem quem devoret, buscando a quien devorar. Esta obra nos recuerda que si bien Barboza domina con maestría el pastel, no lo es menos con el difícil óleo, aprovechando todas sus virtudes, incluyendo las veladuras y las texturas.

Quizá el más clásico de los cuadros de esta exposición sea La molicie, donde, en una especie de grato sopor, yace Afrodita gustando sólo de su cuerpo tendido entre rojos y azules: placer de placeres, de ánimo y sobre todo de la materia, de la carne, en un momento silencioso de la vida, en una molicie suspensiva y deleitadora del devenir. Es una mujer en solaz de su propia anatomía.

Con éste y muchos otros encantos estéticos, Diego Barboza nos entrega sus dones de pintor de raza, su talento interpretativo del arte y su acepción antropológica ante el tema del desnudo el cual, en nuestra historia del arte, no había sido tratado con tanta calidad después de Reverón y Marcos Castillo.

Caracas, Venezuela
Abril, 1999